El cuerpo como evidencia
Hay palabras que me arden en la garganta, tal vez por miedo o por costumbre, y las dejo ahí, atrapadas.
Intento calmarme con pequeños venenos: distracciones, agotamiento, fugas mínimas que me permitan seguir, pero incluso eso se vuelve una batalla cuando me descubro feliz. Cuando bailo, cuando me río con ganas, cuando siento una alegría que me sacude, y al mismo tiempo sé que sigo silenciando lo que quiere salir a la luz.
Hace semanas que no escribo sobre el dolor. No porque haya desaparecido, sino porque estoy en una especie de felicidad rara, tibia, como si no fuera completamente mía. A veces la disfruto; otras, me asusta. Me pregunto si esta calma me pertenece o si simplemente aprendí a cargar el peso sin que se note. Ya no sé si lo que arrastro me define, o si me volví experta en llevarlo sin que duela tanto. Siento que esto lo repito mucho, pero no puedo dejar de escribirlo cuando sé que es justo lo que estoy viviendo.
Quiero huir de la adultez, aunque ya estoy adentro. Quiero desaparecer un rato, alejarme de todos. Pero lo contradictorio es que me gusta lo que construí. Me gusta este presente. Y, al mismo tiempo, me cansa tener que sostenerlo sola.
Me encuentro en un terreno plano, mirando la inmensidad. Hay espacio, hay horizonte. Pero incluso ahí, en esa plenitud, aparecen las voces externas.
Me dicen que soy soñadora, que mi signo me lleva a perderme, que necesito volver a la tierra, que mi sensibilidad me desborda, que debería transformar la empatía en entendimiento, que no puede ser siempre una herramienta. Escucho tanto… y mientras más escucho, más me alejo de mí. Aunque, en el fondo, sé que en ese silencio se asoma algo propio. Algo que me da miedo mirar de frente.
Por las noches, cuando apoyo la cabeza en la almohada, no quiero dormir. A veces el insomnio no es ansiedad: es resistencia. Me pregunto cuántas caricias necesita mi cuerpo para sentirse a salvo. Cuántas veces tengo que repetirme que estoy bien hasta empezar a creerlo. Mi cuerpo me pide descanso, pero también me pide espacio. Ternura. Pausa. Me ruega no tener que defenderse todo el tiempo.
Vivo con el corazón acelerado. Hay días en los que puedo escucharlo latir durante horas, como si alguien golpeara desde adentro. Solo cuando logro estar realmente presente (cuando respiro profundo, cuando toco algo con intención, cuando me río sin apuro) ese ritmo se calma. Pero basta un abrazo para que mi cuerpo revele todo lo que mi mente intenta esconder.
Estoy bien. Pero estar bien no siempre significa estar en paz.
El mundo me exige más. Y yo también. Porque, al final del día, soy yo quien se sostiene. Hay algo noble en eso, y algo agotador también. Me enamoro de muchas cosas, es cierto. Me detengo a mirar lo lindo, a celebrar lo mínimo. Pero no quiero romantizar el esfuerzo. No quiero encontrarle belleza a tener que sobrevivirme todos los días. No busco reconciliarme con todo. Solo busco espacio para habitar mis contradicciones sin sentir que eso me rompe. Porque no lo hace.
Esto, para mí, también es crecer: aceptar que el dolor y la belleza pueden convivir sin anularse. Y entender que seguir adelante no siempre significa estar bien… pero sí significa estar viva.
Y yo lo estoy.
Y yo lo elijo todos los días.